jueves, 17 de septiembre de 2009

Peregrina



Habían pasado varias horas desde que tuvimos que abandonar el lugar que por un tiempo me había acostumbrado a sentir como mi hogar.
Mi padre caminaba adelante, empujando el cochecito de la niña, que iba cargado de cosas y como si de unos rollos de alfalfa se tratara, dos colchones coronaban el improvisado equipaje.

Era un hombre joven todavía, pero su gesto delataba su desazón y lo duro de su existencia. Llevaba el cuello paralelo al piso, obstinadamente, como buscando una respuesta escrita en los adoquines de aquellas calles que parecían no llevar a ninguna parte. Nosotros lo seguíamos sin hablar. Como si se tratara de un acto rutinario.

Cargábamos como podíamos nuestras escasas pertenencias. Clara, la menor de mis hermanos, dormía profundamente en mis brazos, apretando entre sus manos aquella muñeca de piernas muy largas, pelo de lana, con ojos de botón negro y su sonrisa permanente. Mi madre se la había hecho con los retazos de las telas que le traían para que ella cosiera.

También lo que yo llevaba puesto era una de las últimas cosas que me regaló. Una blusa verde, “del mismo color de mis ojos”, como a ella le gustaba decir. Quizás fue la manera que encontré de tenerla cerca en un momento en que tanto la necesitaba.

Nos habían rechazado ya en varias pensiones. No había lugar, nos dijeron.
Habíamos atravesado la ciudad y ahora nos encontrábamos en un barrio de grandes avenidas y casas rodeadas de jardines limitados por trabajadas rejas de hierro.

La noche seguía muy callada y húmeda; nuestras sombras se reflejaban en el empedrado mientras pasábamos debajo de los faroles de la calle. Los niños se empezaban a quejar de cansancio y nos detuvimos en una esquina.


Con un gesto, mi padre nos indicó que lo esperáramos allí.
Entonces, lo intentó solo. Cuando llamó a la puerta, los demás nos escondimos detrás de un muro. El corazón me latía tan fuerte que temí que nos delatara. Me apoye en la pared húmeda, la tela gastada de mi camisa se pego a la pared fría y un escalofrío subió por mi espalda y me erizo la piel. Los pies me dolían, me quemaban.

Miré a mi padre ahí parado bajo la luz de aquel farol. Parecía un actor en medio de la escena de un drama que a mi no me resultaba del todo real. Seguía siendo un hombre muy guapo. Acomodaba el sombrero que sostenía en una mano y peinaba insistentemente su pelo hacia atrás. En un intento de parecer más aliñado y así inspirar más confianza, creí adivinar.

Pedro y Joaquín se acurrucaban a mi lado y se restregaban las mangas de sus ropas superpuestas en las caritas cansadas.
Mi deber de hermana mayor era mantenerme entera y fuerte, pero a esa hora mi confianza empezaba a flaquear. No estaba tan segura, como antes, de que finalmente encontraríamos un lugar donde guarecernos. Entonces me puse a rezar muy fuerte: “por favor, por favor que encontremos un lugar donde dormir! Prometo ser buena y cumplir con mis tareas sin quejarme…ya se que últimamente he dudado un poco de tu existencia pero es que estaba enojada …prometo rezarte todas las noches aunque este cansada!”…

De pronto, la voz de mi padre llamándonos me llegó desde lejos. De a uno fuimos saliendo de nuestro escondite. Cruzamos la calle y nos reunimos con él. El hombre que estaba parado en el umbral de un pesado portón, nos estudió con atención y después dijo: “Pasen. Por ahora pueden acomodarse por aquí- señalando una amplia habitación que parecía usaban para depósito-“ya veremos mañana cómo nos arreglamos mejor… Ya le pedí a mi esposa que les alcanzara algo de comer y un poco de agua.”

Entramos; el cuarto estaba atestado de herramientas que colgaban de las paredes, estantes repletos de frascos y cajas de todos los tamaños dispuestas unas sobre otras le daban un aire de escenografía montañosa. El paraíso no podría habernos ofrecido un paisaje más conmovedor.


No hay comentarios:

Publicar un comentario