martes, 8 de septiembre de 2009




















El sueño del centeno.


El pasado había sido un verano muy húmedo.
Las caminos de tierra roja aparecían apisonados y barridos por las lluvias.
Los pozos y las serpenteantes hendiduras, como cauces de rios secos, dificultaban el tránsito de los carros.

Mientras caminaba al costado del camino me entretenía observando uno que avanzaba despacio, como un caracol llevando su casa a cuestas.
La carga, que llevaba arrollada y cubierta con una especie de tela, se recostaba a un lado y a otro y la vara del carrero hacía las veces de antenas.
Yo avanzaba a buen paso, así que calculé que antes del mediodía habría llegado.

Llevaba un atado con provisiones para el día, mis pinturas, mis lápices y mis telas bien envueltas y ajustadas al caballete que colgaba de mi hombro como un fusil.

Ya hacía un par de horas que caminaba cuando decidí detenerme para beber y comer algo: había salido sin probar bocado para no demorar la partida.
Me recosté contra una roca y disfruté de la vista mientras saciaba mi apetito con una rebanada de pan de centeno y un buen trozo de queso fresco.
Era una mañana clara, el cielo apenas arañado por unos jirones de nubes blancas.

Desde donde estaba se podía ver el ondulante paisaje salpicado de islas de árboles. Una enorme colcha de retazos amarillos y morados de flores silvestres cubría los campos.

Pensé que había sido una suerte detenerme allí, este paisaje otoñal sería un buen tema para un cuadro.
Quizás después de todo, aquel otro bosquejo podría esperar.

Mientras me entretenía en esas disquisiciones comencé a notarme un poco mareado. Intenté incorporarme y al estirar la mano para sostenerme de la piedra en la que me apoyaba, vi cómo mi brazo se estiraba muy fino hasta terminar en una mano muy pequeña que apenas alcanzaba a ver y aun así no llegaba a tocar la roca que se hundía en el terreno debajo de mi.

Intenté entonces sentarme pero al hacerlo temí caer, entonces permanecí clavado al suelo como un espantapájaros. Era un espantapájaros.
A mi alrededor empezaron a volar en círculos unos grandes pájaros negros que graznaban cada vez más fuerte y más cerca. Era un remolino de gritos, batir de alas y viento.
De pronto ese torbellino subió y se perdió en el cielo sin arrastrarme con él.

Quedé tirado y sin fuerzas pero al levantar la vista pude ver como los caminos se arrastraban como víboras coloradas sobre una alfombra de colores estridentes que alguien sacudiera.
En el horizonte comenzó a recortarse una silueta . Avanzaba muy lenta y se contoneaba pesadamente. Dos ramas parecían alternarse en subida y bajada.
Un enorme caracol de cuerpo viscoso iba dejando su estela de espuma babosa sobre los pastos que habían crecido hasta parecerme árboles.
Yo estaba en su camino y nada parecía poder detener su marcha monótona.
Quise escapar pero algo me lo impedía, el peso desmedido de mi equipaje me mantenía atrapado contra el suelo.

Por fin, comencé a sentir que unos dedos aflojaban hábilmente la hebilla y de un tirón me apartaban del camino de aquella criatura. Era el abuelo Pepe que con un gesto me invitaba a seguirlo. Iba vestido de pescador con sus largas botas , su caña al hombro y un balde lleno de lombrices.
Su voz sonaba como siempre grave y pausada. Yo lo escuchaba sin entender pero su presencia me daba paz.
Mientras tiraba su anzuelo al agua en la superficie se empezaron a formar círculos cada vez más grandes. La oscuridad del agua me rodeó de pronto y no vi más nada.

Me desperté agitado e intentando desesperadamente capturar el aire que sentía que me faltaba.
Cuando recuperé el aliento entendí que estaba en el mismo lugar donde me había detenido en el camino. Unas nubes plomizas advertían de una tormenta.
Decidí emprender el regreso, seguramente llegaría a casa antes que la lluvia.
Mientras recogía mis cosas , recordé el extraño sueño.
Las siestas siempre me han caido mal.

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