jueves, 17 de septiembre de 2009

Tango


“…Para todos tiene la muerte una mirada.
Vendrá la muerte y tendrá tus ojos….”
(Cesare Pavese)



Pidió una copa de vino tinto y miró por la ventana.
Una mujer pasaba arrastrando su bicicleta sobre la calle adoquinada. Vestía un sobretodo demasiado ancho para su cuerpo frágil. Su cara era muy pálida. Llevaba una boina sobre su cabello oscuro y enrulado.
Era una tarde gris. La calle todavía aparecía mojada por la lluvia que durante todo el día había caído, insistente.

En el bar las luces aun no se encendían. Solo se escuchaba el involuntario contrapunto de las cucharitas campaneando en las tazas, las páginas de un diario que alguien hojeaba y el repiqueteo de la vajilla apilada que los mozos trasladaban con increíble destreza.
El aire olía a tabaco y a café. El humo le daba al lugar un aspecto aún más íntimo.

Absorta en sus pensamientos, Laura se sorprendió al tropezarse con su propia imagen sobre el vidrio empañado. Por un segundo se vio como a una extraña. Decidió que estaba bien. Acomodó su pelo y de memoria se retocó el rouge. Miró a su alrededor. Todo seguía igual, como suspendido en el tiempo.
Espantó los temores que fermentan en toda espera y apuró otro trago.

De pronto la puerta se abrió y entró un soplo de aire fresco. El perfume conocido le hizo girar la cabeza. La espera había terminado. Ahí estaba él, tal como lo recordaba.

Acudieron a su mente todas las veces que creyó ver en otros ojos aquella mirada que la desnudaba de poses y la dejaba indefensa, pero sin miedo. Temió que la penumbra la engañase una vez más. Pero aquellas manos que sostenían el sombrero eran las suyas. Suya también era aquella forma de pararse a lo Charlot, con ese aire distraído y tierno.

Cuando se percató de la ironía del efecto abrumador que aquel hombre pequeño tenía sobre su cuerpo, una carcajada contenida la distendió. No se atrevió a mirar nuevamente pero escuchaba el sonido de sus pasos que se acercaban y el roce de su gabardina al caminar.

Contuvo el aliento para evitar que el corazón se le escapara por la boca. “Hola”, dijo con tono casual la voz inconfundible y aún familiar de tanto sonar, obstinada, en su memoria. “Hola”, le contestó Laura con un hilo de voz, aun sin poder mirarlo.
“Puedo sentarme?” preguntó él. Ella asintió mientras su mirada se animaba lentamente a trepar hasta esa boca una vez más.
Él estiró una mano para acercarse una silla, ella miró cómo su puño aferraba la curva de madera del respaldo. Y en ese preciso momento, en que para ella algo se le apagó adentro y todo quedó mudo, en el bar se encendieron las luces y se agitaron las voces.
Entonces, Laura pudo ver claramente que en la mano había un anillo y en aquella mirada una confesión.

La isla

Esta callecita en un mediodía tibio de domingo, resulta tan acogedora que uno se olvida que está a la intemperie. Las coquetas casitas formadas prolijamente a ambos lados como soldaditos en un juego de niños.

En las veredas, salpicados sobre los retazos de sol que dibujan las copas ralas de los árboles, unos gatos enormes y haraganes maúllan lánguidamente al paso de la gente. Parecen manchas multicolores sobre las baldosas grisáceas.

El viento se escurre entre las ramas de los árboles que, como manos, repiquetean las hojas más tiernas que tiemblan igual que las chapas de una pandereta. Algunos tienen los dedos largos de una marioneta que repite gestos monótonos, mientras al fondo de la calle, los plátanos se frotan las manos viejas y resecas.

A veces, el batir de las alas de algún pájaro se confunde con una racha de viento entre el follaje. Entonces, comienza un diálogo de trinos de las especies autóctonas más variadas, adivino en lo alto, el espectáculo colorido de una Babel emplumada.
Desde la cancha, allá abajo, llegan los gritos de los niños del barrio que corren mientras esperan al equipo visitante.

Un ómnibus medio desvencijado, que lleva a los rivales de turno, recorre la calle inundando todo de humo y estruendo. Después se pierde. Mientras, un padre junto a su hijo, al verlos pasar, apuran el paso para llegar a tiempo al partido.

De golpe, aquel encanto bucólico se rompe. Resuenan las voces de dos hombres viejos que se acercan con paso cansado. Al principio, parece como un murmullo indescifrable, hasta que llega la primera frase inteligible:
“sabés hace cuanto que no me llama la muy hija de puta? un mes y medio. Sabés lo que le dije? que si estaba esperando a que me muriera para quedarse con la casa! Le voy a decir que se la dejé a una mujer…mentira! Pero se lo voy a decir. Eh.”- Dice ,con amargura, el más bajo de los dos, cuando al llegar frente a una casa, invita amablemente al otro a pasar-.

Un momento después vuelve a salir el dueño de casa y con la voz más dulce le dice a una gata gorda que se desperezaba, sin apuro, sobre el felpudo de la entrada: “venga Josefina que papá le va a dar de comer…”.

El cielo se vuelve gris. Huele a mar.
Un silencio que anticipa la tormenta nos envuelve. La “calma chicha” dicen los veteranos.
A este lugar los vecinos lo llaman “la isla”.
Está rodeada de mar y de avenidas que parecen estar muy lejos sin estarlo.
Aquel hombre viejo y solo es un náufrago.

Peregrina



Habían pasado varias horas desde que tuvimos que abandonar el lugar que por un tiempo me había acostumbrado a sentir como mi hogar.
Mi padre caminaba adelante, empujando el cochecito de la niña, que iba cargado de cosas y como si de unos rollos de alfalfa se tratara, dos colchones coronaban el improvisado equipaje.

Era un hombre joven todavía, pero su gesto delataba su desazón y lo duro de su existencia. Llevaba el cuello paralelo al piso, obstinadamente, como buscando una respuesta escrita en los adoquines de aquellas calles que parecían no llevar a ninguna parte. Nosotros lo seguíamos sin hablar. Como si se tratara de un acto rutinario.

Cargábamos como podíamos nuestras escasas pertenencias. Clara, la menor de mis hermanos, dormía profundamente en mis brazos, apretando entre sus manos aquella muñeca de piernas muy largas, pelo de lana, con ojos de botón negro y su sonrisa permanente. Mi madre se la había hecho con los retazos de las telas que le traían para que ella cosiera.

También lo que yo llevaba puesto era una de las últimas cosas que me regaló. Una blusa verde, “del mismo color de mis ojos”, como a ella le gustaba decir. Quizás fue la manera que encontré de tenerla cerca en un momento en que tanto la necesitaba.

Nos habían rechazado ya en varias pensiones. No había lugar, nos dijeron.
Habíamos atravesado la ciudad y ahora nos encontrábamos en un barrio de grandes avenidas y casas rodeadas de jardines limitados por trabajadas rejas de hierro.

La noche seguía muy callada y húmeda; nuestras sombras se reflejaban en el empedrado mientras pasábamos debajo de los faroles de la calle. Los niños se empezaban a quejar de cansancio y nos detuvimos en una esquina.


Con un gesto, mi padre nos indicó que lo esperáramos allí.
Entonces, lo intentó solo. Cuando llamó a la puerta, los demás nos escondimos detrás de un muro. El corazón me latía tan fuerte que temí que nos delatara. Me apoye en la pared húmeda, la tela gastada de mi camisa se pego a la pared fría y un escalofrío subió por mi espalda y me erizo la piel. Los pies me dolían, me quemaban.

Miré a mi padre ahí parado bajo la luz de aquel farol. Parecía un actor en medio de la escena de un drama que a mi no me resultaba del todo real. Seguía siendo un hombre muy guapo. Acomodaba el sombrero que sostenía en una mano y peinaba insistentemente su pelo hacia atrás. En un intento de parecer más aliñado y así inspirar más confianza, creí adivinar.

Pedro y Joaquín se acurrucaban a mi lado y se restregaban las mangas de sus ropas superpuestas en las caritas cansadas.
Mi deber de hermana mayor era mantenerme entera y fuerte, pero a esa hora mi confianza empezaba a flaquear. No estaba tan segura, como antes, de que finalmente encontraríamos un lugar donde guarecernos. Entonces me puse a rezar muy fuerte: “por favor, por favor que encontremos un lugar donde dormir! Prometo ser buena y cumplir con mis tareas sin quejarme…ya se que últimamente he dudado un poco de tu existencia pero es que estaba enojada …prometo rezarte todas las noches aunque este cansada!”…

De pronto, la voz de mi padre llamándonos me llegó desde lejos. De a uno fuimos saliendo de nuestro escondite. Cruzamos la calle y nos reunimos con él. El hombre que estaba parado en el umbral de un pesado portón, nos estudió con atención y después dijo: “Pasen. Por ahora pueden acomodarse por aquí- señalando una amplia habitación que parecía usaban para depósito-“ya veremos mañana cómo nos arreglamos mejor… Ya le pedí a mi esposa que les alcanzara algo de comer y un poco de agua.”

Entramos; el cuarto estaba atestado de herramientas que colgaban de las paredes, estantes repletos de frascos y cajas de todos los tamaños dispuestas unas sobre otras le daban un aire de escenografía montañosa. El paraíso no podría habernos ofrecido un paisaje más conmovedor.


martes, 8 de septiembre de 2009




















El sueño del centeno.


El pasado había sido un verano muy húmedo.
Las caminos de tierra roja aparecían apisonados y barridos por las lluvias.
Los pozos y las serpenteantes hendiduras, como cauces de rios secos, dificultaban el tránsito de los carros.

Mientras caminaba al costado del camino me entretenía observando uno que avanzaba despacio, como un caracol llevando su casa a cuestas.
La carga, que llevaba arrollada y cubierta con una especie de tela, se recostaba a un lado y a otro y la vara del carrero hacía las veces de antenas.
Yo avanzaba a buen paso, así que calculé que antes del mediodía habría llegado.

Llevaba un atado con provisiones para el día, mis pinturas, mis lápices y mis telas bien envueltas y ajustadas al caballete que colgaba de mi hombro como un fusil.

Ya hacía un par de horas que caminaba cuando decidí detenerme para beber y comer algo: había salido sin probar bocado para no demorar la partida.
Me recosté contra una roca y disfruté de la vista mientras saciaba mi apetito con una rebanada de pan de centeno y un buen trozo de queso fresco.
Era una mañana clara, el cielo apenas arañado por unos jirones de nubes blancas.

Desde donde estaba se podía ver el ondulante paisaje salpicado de islas de árboles. Una enorme colcha de retazos amarillos y morados de flores silvestres cubría los campos.

Pensé que había sido una suerte detenerme allí, este paisaje otoñal sería un buen tema para un cuadro.
Quizás después de todo, aquel otro bosquejo podría esperar.

Mientras me entretenía en esas disquisiciones comencé a notarme un poco mareado. Intenté incorporarme y al estirar la mano para sostenerme de la piedra en la que me apoyaba, vi cómo mi brazo se estiraba muy fino hasta terminar en una mano muy pequeña que apenas alcanzaba a ver y aun así no llegaba a tocar la roca que se hundía en el terreno debajo de mi.

Intenté entonces sentarme pero al hacerlo temí caer, entonces permanecí clavado al suelo como un espantapájaros. Era un espantapájaros.
A mi alrededor empezaron a volar en círculos unos grandes pájaros negros que graznaban cada vez más fuerte y más cerca. Era un remolino de gritos, batir de alas y viento.
De pronto ese torbellino subió y se perdió en el cielo sin arrastrarme con él.

Quedé tirado y sin fuerzas pero al levantar la vista pude ver como los caminos se arrastraban como víboras coloradas sobre una alfombra de colores estridentes que alguien sacudiera.
En el horizonte comenzó a recortarse una silueta . Avanzaba muy lenta y se contoneaba pesadamente. Dos ramas parecían alternarse en subida y bajada.
Un enorme caracol de cuerpo viscoso iba dejando su estela de espuma babosa sobre los pastos que habían crecido hasta parecerme árboles.
Yo estaba en su camino y nada parecía poder detener su marcha monótona.
Quise escapar pero algo me lo impedía, el peso desmedido de mi equipaje me mantenía atrapado contra el suelo.

Por fin, comencé a sentir que unos dedos aflojaban hábilmente la hebilla y de un tirón me apartaban del camino de aquella criatura. Era el abuelo Pepe que con un gesto me invitaba a seguirlo. Iba vestido de pescador con sus largas botas , su caña al hombro y un balde lleno de lombrices.
Su voz sonaba como siempre grave y pausada. Yo lo escuchaba sin entender pero su presencia me daba paz.
Mientras tiraba su anzuelo al agua en la superficie se empezaron a formar círculos cada vez más grandes. La oscuridad del agua me rodeó de pronto y no vi más nada.

Me desperté agitado e intentando desesperadamente capturar el aire que sentía que me faltaba.
Cuando recuperé el aliento entendí que estaba en el mismo lugar donde me había detenido en el camino. Unas nubes plomizas advertían de una tormenta.
Decidí emprender el regreso, seguramente llegaría a casa antes que la lluvia.
Mientras recogía mis cosas , recordé el extraño sueño.
Las siestas siempre me han caido mal.