jueves, 17 de septiembre de 2009

La isla

Esta callecita en un mediodía tibio de domingo, resulta tan acogedora que uno se olvida que está a la intemperie. Las coquetas casitas formadas prolijamente a ambos lados como soldaditos en un juego de niños.

En las veredas, salpicados sobre los retazos de sol que dibujan las copas ralas de los árboles, unos gatos enormes y haraganes maúllan lánguidamente al paso de la gente. Parecen manchas multicolores sobre las baldosas grisáceas.

El viento se escurre entre las ramas de los árboles que, como manos, repiquetean las hojas más tiernas que tiemblan igual que las chapas de una pandereta. Algunos tienen los dedos largos de una marioneta que repite gestos monótonos, mientras al fondo de la calle, los plátanos se frotan las manos viejas y resecas.

A veces, el batir de las alas de algún pájaro se confunde con una racha de viento entre el follaje. Entonces, comienza un diálogo de trinos de las especies autóctonas más variadas, adivino en lo alto, el espectáculo colorido de una Babel emplumada.
Desde la cancha, allá abajo, llegan los gritos de los niños del barrio que corren mientras esperan al equipo visitante.

Un ómnibus medio desvencijado, que lleva a los rivales de turno, recorre la calle inundando todo de humo y estruendo. Después se pierde. Mientras, un padre junto a su hijo, al verlos pasar, apuran el paso para llegar a tiempo al partido.

De golpe, aquel encanto bucólico se rompe. Resuenan las voces de dos hombres viejos que se acercan con paso cansado. Al principio, parece como un murmullo indescifrable, hasta que llega la primera frase inteligible:
“sabés hace cuanto que no me llama la muy hija de puta? un mes y medio. Sabés lo que le dije? que si estaba esperando a que me muriera para quedarse con la casa! Le voy a decir que se la dejé a una mujer…mentira! Pero se lo voy a decir. Eh.”- Dice ,con amargura, el más bajo de los dos, cuando al llegar frente a una casa, invita amablemente al otro a pasar-.

Un momento después vuelve a salir el dueño de casa y con la voz más dulce le dice a una gata gorda que se desperezaba, sin apuro, sobre el felpudo de la entrada: “venga Josefina que papá le va a dar de comer…”.

El cielo se vuelve gris. Huele a mar.
Un silencio que anticipa la tormenta nos envuelve. La “calma chicha” dicen los veteranos.
A este lugar los vecinos lo llaman “la isla”.
Está rodeada de mar y de avenidas que parecen estar muy lejos sin estarlo.
Aquel hombre viejo y solo es un náufrago.